17 octubre 2005

Camisetas blancas por Ray Loriga

El País
9 Octubre 2005

Ayer por la mañana, me encontré con un subsahariano, con un africano, con un negro, como los llama la gente por la calle. Su camiseta de Beckham, su sombrerito de Gucci, sus zapatillas de Nike. Los veo a diario, suben de la Cuesta de la Vega, de vuelta del trabajo. El trabajo consiste en hacer que ayudan a aparcar los coches y en vigilarlos, y en hacer pensar a la gente, que los coches necesitan vigilancia. Llevan camisetas del Madrid, del Milán, del Manchester, gorritos de Gucci, gafas de sol de Prada. Imagino que son copias, no productos oficiales, estoy seguro de que se llevan lo mejor de las mantas, antes de que las mantas lleguen a Sol y a Preciados. Éstos ya están dentro, a este lado de la valla, pero no hay razón para pensar que se diferencian en nada, de los que aún están fuera. De los que han muerto o van a morir en el intento. Según la Cope, se trata de un ataque contra posiciones cristianas, diseñado por el malvado moro, con el permiso del radical Zapatero, al que sólo le mueve la desintegración de España. No merece mayor comentario. Hay gente en este país que se ha vuelto definitivamente loca. El ciudadano Rajoy haría bien en poner tierra de por medio con las huestes del apocalipsis de saldo, pero no soy quién para decirle a nadie cómo barrer su propia casa. A lo que iba, la imagen de estos africanos, contaminada por los virus del consumismo salvaje, infectada por las virtudes reales e imaginarias del progreso, nos lleva directamente al corazón de las tinieblas. A ese lugar oscuro, al final del río, donde el hombre blanco se enfrenta al tamaño de sus crímenes.

Si hay algo injusto y cruel, tan injusto y cruel como la muerte que salpica, con insidiosa insistencia nuestro jardín, es la ristra de eufemismos que acompaña a las constantes invasiones occidentales en el territorio quemado de la hambruna. Expansión económica, nuevos territorios de consumo, exportación de imagen de marca, captación de afectos... No parece éticamente posible, seguir cruzando esa valla en busca de clientes, cuando no de mano de obra en condiciones de semiesclavitud, para cruzarla luego de vuelta a casa, mientras se cierran tras de nuestras florecientes empresas, los cargadores de nuestras armas. No es posible, tampoco, que el comercio exterior esté sustentado por derechos que le son negados a quienes reclaman, no ya una vida mejor, sino una vida cualquiera.

Toda política fronteriza es, o debería ser por principio, bilateral. Es decir, que si hay balas y alambre de espino a un lado de las vallas, nada simbólicas, que separan el primer mundo del tercero, también debería de haber balas y espinas al otro.

Si se dispara contra el negro que salta la valla, también deberían dispararle a Tom Cruise y a Beckham y a mí, cuando nos mandan, en primera, de viaje de promoción, a China, a Marruecos o a Colombia. Deberían pegarle un tiro en la nuca al payaso de McDonald's y otro al Quijote.

Desde Hollywood, al Instituto Cervantes, aquí, quien más quien menos, nos dedicamos todos a la expansión de nuestro negocio. No somos más que vendedores de lo nuestro, representantes de una empresa que acepta a los demás, a los otros, como consumidores, pero nunca como partícipes de los beneficios. No deberíamos rasgarnos ahora las vestiduras, al comprobar el tamaño del problema. El mundo que vienen reclamando, se lo hemos vendido nosotros. En nuestros maletines de muestras, llevamos folletos de colores de un paraíso que les va a ser luego negado. No se trata, a estas alturas, de mandarles camiones de ayuda humanitaria, o médicos sin fronteras, se trata de dejar de robarles el dinero de los bolsillos, con nuestro diabólico merchandising y nuestras estrellas de cine, y nuestros astros del fútbol, y nuestros dibujos animados, y nuestras malditas zapatillas. Se trata de guardarnos nuestros libros, nuestra cultura, nuestros coches, nuestros vinos, nuestros brillantes ejecutivos a comisión, nuestros canales de televisión, nuestra libertad y nuestro progreso, donde nos quepa. Zapatero no es el responsable del efecto llamada, llevamos llamándoles desde hace años, a un teléfono de última generación, que también les hemos vendido nosotros.

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