19 enero 2006

¡ABAJO LA ORTHOGRAPHIA! por Ramón Buenaventura

Todas las lenguas de nuestra cultura occidental se transcriben
mediante el alfabeto latino. Ello acumula tales ventajas, que
nadie, jamás, ha propuesto seriamente el abandono del sistema, a
pesar de su notoria imprecisión. Por mor de las comunicaciones
interculturales, cada país aguanta sus cruces con la debida
entereza.
Porque, en efecto, estamos utilizando un conjunto de
signos gráficos que no se corresponden exactamente con los
sonidos de nuestros lenguajes. De hecho, el alfabeto latino, que
procede quizá del etrusco, fue objeto de diversas afinaciones ya
en sus principios, pero tampoco cuadró nunca de modo perfecto con
el habla latina.
Es imposible que un alfabeto encaje, letra por sonido,
con ningún idioma. Para representar todos los alófonos o
variantes de los fonemas castellanos necesitaríamos más de
cincuenta signos; y éstos, por añadidura, no podrían ser fijos si
pretendieran atenerse a la pronunciación real. Por ejemplo: el
fonema /b/ de la palabra ‘viento’ no se escribiría lo mismo en
«mal viento» que en «buen viento». Lo cual, aparte de incómodo,
sería estúpido.
De todas maneras, el ansia de perfección —tan inhumana,
pero tan frecuente— suscita de vez en cuando, en todos los
países, grandes propuestas de reforma ortográfica. En esto hay
dos condiciones extremas. Por un lado están los idiomas que no
son romance, pero utilizan el alfabeto latino. Por ejemplo, el
inglés, donde la forma de escribir las palabras depende menos de
su sonido que de su origen etimológico. Lo cual lleva a
variaciones en verdad exuberantes: la letra ‘ge’, por ejemplo,
puede representar cuatro o cinco sonidos diferentes. ‘Gate’ será
[guéit], pero ‘gaol’ será [jéil]; ‘rough’ será [rof], pero
‘though’ será [dou]; y aún habrá algún apellido, como Maugham,
donde la ‘ge’ se pierda en una leve aspiración. Un caso así no
tiene arreglo; en Estados Unidos y Gran Bretaña son raras las
iniciativas tendentes a mejorar el sistema ortográfico. Tendrían
que apelar a signos nuevos y específicos o convenir en el añadido
de toda clase de jeribeques a las letras normales (como han hecho
en Irlanda para transliterar el gaélico). Ello, además de ir
contra el espíritu de la lengua —que tiende a la sencillez y a la
eficacia—, plantearía problemas insolubles en la red
internacional de comunicaciones.
En el otro extremo se hallan las lenguas que, por su
parentesco directo con el latín, poseen fonemas mejor y más
metódicamente adaptables al alfabeto latino. En ellas, muchas
dificultades proceden del puro y simple capricho cultural. El
italiano, cuya normalización ortográfica es muy reciente, posee
un sistema casi perfecto, al menos en lo tocante a la
transliteración del habla culta y oficial. Sin pararse en
romanticismos, toma la heroica decisión de erradicar los más
venerables vestigios etimológicos (hasta la picardía irreverente
de escribir ‘hombre’ sin hache —’uomo’), y apenas si incurre en
más debilidad que la innecesaria persistencia del grupo
consonántico ‘cq’ (escribiendo ‘acqua’ —agua— en lugar de
‘accua’, como sería lógico según sus normas).
En Francia, en cambio, el sistema es un puro dislate
hipercultural: a pesar de la magnífica preparación lingüística
que reciben, los franceses están condenados a la falta de
ortografía. A mediados del siglo pasado, Próspero Mérimée los
desmoralizó para siempre, redactando un texto que nadie toma al
dictado sin cometer decenas de errores (dicen que Napoleón III
llegó a 83, peor incluso que su granadina cónyuge; en esto
ganamos los extranjeros, más sensibles a las peculiaridades de
las lenguas ajenas: juro que yo no pasé de tres faltas, cuando
Monsieur Châtelain nos sometió a la ordalía en la antigua Escuela
de Funcionarios Internacionales). Para escribir correctamente la
lengua francesa hay que poseer, desde luego, una memoria visual
propia de dioses refinadísimos, pero también ayudará el
conocimiento del latín y del griego. La memoria nos servirá, por
ejemplo, para saber que en la palabra ‘eau’ se escriben tres
vocales y se pronuncia una cuarta, ‘o’. La ciencia etimológica
nos permitirá negociar sin vacilación grafías tan tremebundas
como ‘rhynolaryngite’ (que podría escribirse ‘rinolaringite’,
dando exactamente la misma pronunciación) o ‘blennorrhée’ (donde
el juego ‘rrh’ merece el calificativo de crueldad gramatical, y
que desde luego podría escribirse ‘blénorée’ sin pro¬blema
alguno).
Comprendemos, pues, que los franceses más osados
alboroten con frecuencia los cotarros académicos, en solicitud de
la reforma ortográfica. Y en verdad que sobrepujando las morriñas
etimológicas les sería muy fácil adelgazar el enredo. La
ortografía francesa no podría alcanzar la sencillez de la
italiana sin convertir su expresión gráfica en el paroxismo de la
ambigüedad: no habría forma de distinguir un infinitivo de un
participio, de un imperativo y de una serie de modos verbales
(‘chanter’, ‘chanté’, ‘chantai’, ‘chantait’, por ejemplo, se
escribiría todo ‘chanté’, si se pretendiera ajustar la ortografía
a la fonética). Pero si, por una vez, los señores vecinos nos
imitaran, saldrían al menos un tanto aligerados de lo pretencioso
y superfluo; de esos batallones de y griegas, tehaches,
errehaches, etc., que consumen las neuronas de sus bachilleres,
obligando a despilfarrar en chinerías docentes un tiempo que
podrían invertir en otros aprendizajes más provechosos.
Porque, a pesar del empecinamiento casi arbitrista que
algunos ponen en su modificación, la ortografía española se halla
en un punto de medio de dificultad, entre la italiana y la
francesa. No hemos optado por la supresión de las haches mudas
(‘ierro’, ‘ielo’, ‘ombre’), el re¬vezo de las equis con ‘cs’,
‘gs’ o ‘s’ (según los casos: ‘tacsi’, ‘estran¬jero’), la
utilización de un solo signo para el fonema /b/ (‘baca’, ‘burro’,
‘biento’ —qué horror), la utilización de la jota en todos los
fonemas /x/, sustituyendo a la ‘ge’ (‘trajedia’, ‘escojer’), ni
ninguna otra medida similar a las más tajantes adoptadas por los
italianos en su momento. Es más: ni siquiera hemos respetado
rigurosamente las reglas en que hallan justificación tales
dificultades ortográficas. Así, por ejemplo, habría que escribir
‘vasura’ (que viene de ‘versura’, lo que se ha de tirar),
‘harmonía’, ‘harpa’, ‘halucinación’, ‘harpía’, ‘hendecasílabo’
(palabras que han perdido su hache de diccionario por motivos
inexplicables), ‘yelo’ o ‘ielo’ (y no ‘hielo’, porque la palabra
viene del latín GËLÜ), etc.
Pero —albricias— las autoridades académicas, sin
acelerones, tomándose las cosas con calma de siglos, han ido
redimiéndonos de otros vicios pedantes, como los que afligen a
los franceses. En primer lugar, nada de ‘méthodo’, ni de
‘philosophía’, ni de ‘psychología’ o ‘mysterio’. Luego, a fuerza
de tenacidad, incluso las reglas de acentuación gráfica han
acabado por someterse a la doma; por fin se ajustan a lo
razonable; y, por fin, tras siglos de ceguera, hemos comprendido
cosas tan evidentes como que la tilde sobra en los monosílabos
(lo cual no quiere decir que nueve de cada diez españoles
—incluidos los confeccionadores de enormes carteles
publicitarios— no acentúen el ‘ti’ de ‘para ti’ con un empeño
digno de santidad).
O sea: démonos por satisfechos y no tentemos al diablo.
La ortografía no es materia de revolución, como algunos pretenden
(como se ha defendido hace menos de un año, aprovechando uno de
los cíclicos revuelos franceses sobre el asunto). No obstante,
algunas cosillas novedosas pueden suceder en los próximos
tiempos. La Real ya nos tiene advertidos de otra verdad de
Perogrullo: en cuanto han empezado a trabajar con ordenadores,
sus expertos han caído en la cuenta de que la ‘ch’, la ‘ll’ y la
‘ñ’ no tienen porvenir en cuanto signos determinantes del orden
alfabético. No es que se vayan a suprimir (como algún indignado y
purista amigo me sollozaba el otro día por teléfono, culpando a
los yanquis), sino que dejará de aplicarse el viejo criterio
según el cual ‘cocido’ va antes que ‘chorizo’ en el orden
alfabético, o ‘luna’ antes que ‘llama’. Son abundancias mentales
que los ordenadores no aprecian. Habrá que acostumbrarse.
Ansío otras reformas, más espectaculares, para un futuro
lógico. Verbigracia: ojalá que algún Espíritu Santo nos revele,
antes de fin de siglo, la buena verdad siguiente: los acentos
gráficos no deberían ponerse más que en caso de duda (como hacen
los italianos). ¿Quién diablos va a leer ‘arból’ si yo escribo
‘arbol’? ¿Algún alienígena?
Perdón: alienigena.

Publicado en El Independiente en 1989

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