31 enero 2005

«Todavía se nota que eres extranjera en Moscú»

Verónica Fernández, una 'niña de la guerra' asturiana, abre su casa a EL COMERCIO y muestra cómo vive en un país donde, tras 68 años, «aún se nota que eres extranjera»
L. LÓPEZ RUIZ/MOSCÚ

Verónica Fernández Antuña nació hace 76 años en El Entrego y vive en Dmitrovskoye Shossé, un barrio al norte de Moscú de esos en los que se suceden bloques de apartamentos enormes y grises. La pesada arquitectura soviética convive ahora con neones y grandes anuncios. La nieve cubre los parques vacíos y los vecinos caminan rápido envueltos en gruesos abrigos y bajo gorros de piel de zorro.Verónica es uno de los 'niños de la guerra' asturianos que en 1937 salió de El Musel para huir de la Guerra Civil y mantenerse a salvo en lo que entonces era la URSS. Viajó con dos hermanos y una hermana de 12 años que «era como nuestra madre. Estuvimos juntos en una casa de niños aquí, en Moscú, pero luego cada uno se fue por su lado». En 1956 todos sus hermanos regresaron a España y sólo ella se quedó en Rusia. Ese año se casó.Dice que no sabía por qué la habían enviado a allí con sólo ocho años hasta que volvió a Asturias por primera vez. «Fue en 1975 cuando me reencontré con mi madre, que había trabajado en la mina; me contó cómo ella había luchado con La Pasionaria, las cosas que habían pasado juntas. Eran amigas». Una de las zonas favoritas de Verónica es la Plaza Roja. «Es muy bonito esto. Antes hacían muchos desfiles». Para regresar a su barrio toma el metro en la estación de Prospekt Marksa. Las escaleras mecánicas van a toda velocidad en un larguísimo y empinado descenso. «Antes eran de madera y todo el metro era una preciosidad. Estaba limpísimo». Ahora, el marmol y las cúpulas siguen siendo protagonistas en el subsuelo moscovita, aunque con un aire algo decadente. En muchos casos, los corredores que unen estaciones y que se emplean para cruzar por debajo las anchísimas y congeladas avenidas son tomados por grupos de jóvenes y ancianos que beben vodka. «Esto está prohibido», dice Verónica. Pero a los policías, uniformados con casacas verdes, no parece importarles.Verónica vive con uno de sus dos hijos, Antonio, y asegura, orgullosa, que «bebe poco. Porque los rusos beben mucho, hay mucha afición y mucha gente se gasta todo en bebida». Es habitual cruzarse con peatones agarrados a una botella de vodka de la que ingieren, con naturalidad y a cualquier hora del día, largos sorbos bajo la nieve.Verónica era química y en 1955 empezó a trabajar en los laboratorios de una empresa estatal ubicada en Moscú. «Allí conocí a mi marido, que era supervisor. Cuando tuvimos a los niños se pasaban el día en la guardería, mientras nosotros trabajábamos». Pero no guarda buenos recuerdos de las décadas de comunismo. «Para comprar carne había que apuntarse a unas colas enormes. Y no había nada, ni plátanos, ni mandarinas, ni nada. Ahora compro en supermercados y hay de todo».Catorce estaciones de metro y 35 minutos más tarde Verónica llega a su barrio. Camina un cuarto de hora entre autobuses que escupen humo negro, por subterráneos donde cualquier cosa se puede comprar, y sobre la nieve. «Esos granitos blancos que se ven en el hielo los echan para que no se resbale».Vive en el apartamento número 85, en un quinto piso. No hay portal, sólo un corredor que conduce a un ascensor angosto con olor a humedad. Saluda a una vecina. «Vivo con mi hijo Antonio, con su mujer, Olga, y con mis nietos: Igor, que tiene siete años, y Nikita, de 16». La puerta del piso es metálica y está precedida por un grueso felpudo de plástico rígido para arrancar la nieve de las suelas. Dentro, lo primero que se ve son las palas para despejar la entrada del edificio en casos de fuerte temporal. También el mueble que contiene las zapatillas, de uso obligado.Su nuera le dice algo en ruso y comienzan a lamentarse. «Vaya, han cortado el agua. Es raro que no hayan avisado antes. Pero queda algo en la cafetera para un café». El piso tiene una pequeña cocina, la habitación de los niños, la de la pareja, y el salón. «Yo duermo donde la tele, porque me quedo hasta tarde».Una sola habitaciónVive en ese apartamento desde el año 1970. «Antes, estaba con mi marido y mis hijos en una casa de una sola habitación. Pero la Casa de España intermedió con el Partido, y me dieron este. No lo puedo vender, pero cuando me muera se puede quedar con él mi hijo. No pueden comprarse un piso para ellos, porque todo está carísimo». Su hijo Antonio trabaja «arreglando gafas», y Olga «limpia en una oficina dos horas al día». Este último empleo lo consiguió su nuera por mediación de Verónica. «Yo dejé de trabajar hace dos años, a los 74, y los últimos diez los pasé en una firma, limpiaba las mesas después de las reuniones del jefe y hacía cosas así».Pese a que este tránsito de química a limpiadora se produjo con el fin del comunismo, y pese a sus claros orígenes socialistas, Verónica muestra un rechazo hacia el antiguo régimen que se repite en casi todos los 'niños de la guerra'. Aunque, a veces, da la impresión de ser una postura algo forzada, como para evitar cualquier sospecha de nostalgia comunista. «Yo nunca quise ser comunista, la democracia es mejor. Además, muchos comunistas negaron su anterior ideología. Porque, antes, los comunistas eran de verdad; ahora, lo quieren todo para ellos».Verónica cobra una pensión rusa de 2.700 rublos al mes (unos 75 euros), y otra española, de unos 1.400 euros anuales. Esta última pasará a ser de 6.090, según anunció esta semana el ministro de Trabajo y Asuntos Sociales Jesús Caldera. «Va a venirnos muy bien». Así, Verónica, que ya disfruta de una sueldo superior a la media en Rusia (153 euros al mes en 2003), multiplicará por cuatro sus integresos.Comida aparteEso, dice, no hará que cambie su vida. «El día lo paso en casa o paseando por el barrio. También hago mi comida, porque mi nuera hace la suya para ellos aparte». La peculiar decisión, tomada por Olga, al principio «me dolió. Pero es que, antes, yo comía en la fábrica. Desde que dejé de trabajar cocino sólo para mí. Muchas veces hago lentejas, que antes no había». A veces compra dulces para los nietos, pero «les gustan más los que le hace su abuela rusa, con carne». También echa mano de platos precocinados. «Aquí tengo una paella de España», dice mientras muestra un recipiente amarillo. «Lo voy a abrir».A veces, cuando habla, Verónica usa palabras rusas sin darse cuenta. «Fue fácil aprender el idioma, porque las cuidadoras rusas en la casa de niños nos ponían dibujos con el nombre en ruso». Sin embargo, y pese a casi siete décadas en ese país, sigue teniendo acento español. «Enseguida se dan cuenta de que no eres de aquí, de que eres extranjera».

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