07 diciembre 2004

Porno duro

Por Javier Cercas El País 06/12/04, 00.37 horas

La historia le ocurrió a un amigo escritor. Un día, dos jóvenes integrantes de un club de lectura se le acercaron para que les firmara una de sus novelas; mi amigo decidió dedicarles la novela a todos los miembros del club y preguntó cuál era el nombre de éste. “Rocco y Saramago”, contestaron los dos jóvenes.

“Saramago sé quién es”, dijo un poco perplejo mi amigo, que es admirador de Saramago. “¿Pero Rocco?”. “Rocco Siffriedi”, contestaron los jóvenes, sonriendo de forma maligna. “¿El actor porno?”, conjeturó mi amigo. La decepción borró la sonrisa de los dos jóvenes.

“Aprobado”, sentenciaron, y a continuación le contaron que semanas atrás habían mantenido una conversación similar con un eximio escritor a quien, cuando preguntó quién era Rocco Siffriedi, le mintieron: “El escritor siciliano del siglo XVIII, tal vez lo conoce”. “Por supuesto, por supuesto”, mintió a su vez el escritor. “He leído alguna cosa suya. Me parece excelente”.

No pude evitar acordarme de esta anécdota cuando hace poco murió Russ Meyer. Meyer no fue el Rocco Siffriedi de los años setenta, pero casi: Siffriedi es el rey del porno duro; Meyer fue el rey del porno blando. Su caso parece el caso a la vez curioso y común del artista maldito redimido por el tiempo.

Nacido en Oakland en 1922, desde finales de los cincuenta Meyer produjo, financió, escribió y dirigió 23 películas saturadas de rubias platino de pechos descomunales, cinturas de avispa y nalgas aguerridas que al principio fueron saludadas por la crítica como basura expelida por la mente perturbada de un guarro de una vulgaridad aplastante.

A finales de los sesenta, sin embargo, Meyer empezó a ser reivindicado por el underground americano, y en los noventa llegó su consagración: sus películas se comentaban en las aulas de Harvard y Yale, eran adquiridas por los museos más respetables y proyectadas en retrospectivas de los festivales más prestigiosos, y a su muerte todos los periódicos serios le consagraron respetuosas necrológicas.

El tiempo lo prestigia todo, porque convierte el pasado en arqueología. ¿Prestigiará también a Rocco Siffriedi, cuyas películas son ahora mismo consideradas basura execrable? Es verdad que el porno de Meyer y Siffriedi son en apariencia diametralmente opuestos: en Meyer no había sexo, y sus películas parecen ahora de una inocencia enternecedora si las comparamos con las de Siffriedi, que desbordan de sexo salvaje y triples penetraciones; pero en el fondo no son tan distintos, pues al fin y al cabo, según Román Gubern, las películas de ambos se rigen por la misma regla de oro, enunciada por Meyer así: “Nunca dejo que la historia interrumpa la acción”.

¿Prestigiará el tiempo a Siffriedi? ¿Veremos sus películas proyectadas en cineclubes y festivales serios y compradas por museos y estudiadas en Harvard y Yale? ¿Cuándo empezará su reivindicación por los vanguardistas más radicales? ¿O ha empezado ya y son los miembros pioneros del club de lectura Rocco y Saramago?

No tengo ni idea. El porno duro tiene mala prensa, y no parece que eso vaya a cambiar. Además, dicen que las mujeres lo detestan. Bueno, unos dicen que sólo algunas mujeres lo detestan; otros, que las mujeres lo detestan porque está hecho para hombres; otros, que todas las mujeres lo detestan y que lo detestarían igual aunque estuviera hecho para mujeres. Esto último no lo entiendo; al parecer, Martin Amis, sí.

Hace poco afirmaba que todas las mujeres detestan la pornografía porque “no soportan ver la industrialización de un acto de amor que de hecho puebla el mundo” y porque “la pornografía no sólo niega, sino que excluye la idea de que el sexo tiene un significado, y de que tiene que ver con el amor”.

El argumento de Amis parece darle la razón a aquel chiste ya viejo, según el cual las mujeres siempre se quedan a ver hasta el final las películas porno para averiguar si los protagonistas acaban casándose. Pero sigo sin entenderlo: ¿por qué los hombres aceptamos la industrialización del sexo y las mujeres no? ¿Está seguro Amis de que sólo los hombres disfrutan con un sexo sin significado y de que para nosotros el sexo no tiene que ver con el amor?

Hace muchos años vi una película de Russ Meyer: era interesante, pero confieso que me gustó menos que algunos clásicos autóctonos del destape, como Zorrita Martínez o Sex o no sex. Hace algún tiempo vi una película de Rocco Siffriedi; era interesante, pero no la vi hasta el final, y no porque ya supiera que al final los protagonistas no se casan, sino por las mismas razones por las que resulta científicamente imposible ver más de cinco minutos seguidos de Gran Hermano. Y poco después de la muerte de Russ Meyer me encontré a mi amigo escritor.

Por supuesto, le hablé de Rocco Siffriedi; entonces él palideció un poco y, después de algunas vacilaciones, me contó una pesadilla atroz que le perseguía desde hacía meses. La pesadilla transcurría dentro de cien años. Él volvía a encontrarse con los dos jóvenes del club Rocco y Saramago, que volvían a pedirle su firma; entonces les preguntaba de nuevo por el nombre del club y, cuando ellos se lo decían, se oía contestar lo siguiente: “Rocco sé quién es. ¿Pero Saramago?”.

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