16 diciembre 2004

RUSIA EN LA ENCRUCIJADA

Extracto del libro de Sara Gutiérrez y Eva Orúe. Ed EspasaHoy Madrid 1997 ISBN: 84-239-7754-4

“¿Y si tomaramos un vodka?” Esa es la pregunta que, en Rusia, se puede temer, porque un vodka nunca es un vodka. Contestar da,sí, es consentir una sucesión de brindis y tragos, tragos y brindis, con los que tu anfitrión pretende demostrarte que se preocupa por ti y por los tuyos, por tu pasado y tu futuro, por tu trabajo y tu vida privada… En esta progresión alcohólica, antes del colapso, llega un momento en que el bebedor, en tono agresivo, pregunta a su compañero de botella: “Ti miniá wazhayesh?” que, traducido literalmente, significa: ¿Tú me respetas? “Uvazhaiu”, debe responder el interpelado, te respeto. El interrogatorio continúa: “Ti miniá lubish?”, ¿me quieres? Y la contestación, previsible: “Lubliu”, te quiero. “Davai piom!”, ¡entonces bebamos! Y beben, y los lazos de camaradería se estrechan, y la estabilidad se reduce, y la botella se vacía. Contestar da es como jugar en una tómbola donde el premio es una siesta etílica debajo de la mesa y para la que llevas todos los números. Un vodka nunca es un vodka…
“El consumo de alcohol tiene lugar, normalmente, en las siguientes situaciones: cada día en el trabajo o después del trabajo; de forma regular todos los días libres; el día de paga; de forma regular en las fiestas” (Y. Pietrenko, “Pianstvo-norma zhizni”, 11-I-1995). Que nadie crea que Yelena Pietrenko pretende resultar graciosa: no puede haber sorna cuando se está hablando del drama de la bebida en Rusia. Los parámetros de la Organización Mundial de la Salud determinan que la situación en un país es peligrosa si el consumo de alcohol puro per capita alcanza los ocho litros. Pues bien: el Ministerio del Interior afirma que, en 1993, los rusos consumieron 12 litros por cabeza, y en 1994, 14,5 litros. Unas cifras ya de por sí alarmantes, mucho más si tenemos en cuenta que los números oficiales son siempre inferiores a los reales. Las consecuencias de la ingesta desenfrenada se agudizan por la propia cultura de consumo: bebidas fuertes, calidad baja, dosis de choque.
Una encuesta realizada por el Fondo Opinión Pública en noviembre de 1994 reveló que el 80 por 100 de los rusos vive en un medio donde beber alcohol es habitual; el 51 por 100 de las mujeres toma bebidas de alta graduación y lo mismo hace el 81 por 100 de los hombres; sólo 34 de cada cien jóvenes de entre dieciséis y veinticuatro años no toman bebidas fuertes; y el grupo social que más bebe es el de los cuadros militares.
Los datos, demoledores, fueron sin embargo recibidos con alivio por algunos. El diario Izvestia, sin asomo de ironía, recogió los resultados bajo el titular “Parece ser que aquí no beben tanto”, haciendo hincapié en que uno de cada cinco hombres y una de cada dos mujeres no beben ni vodka, ni coñac, ni licores. Este sesgo informativo testimonia la aceptación de la ingesta de alcohol como algo rutinario, sin gran repercusión social.
En 1993 la familia media rusa gastó el 3,8 por 100 de sus ingresos en la compra de bebidas alcohólicas fuertes. El porcentaje no es muy elevado, pero cuando hablamos de dinero conviene no perder de vista un factor esencial: el vodka es muy barato. La abundancia de alcohol en el domicilio paterno es la causa de que los adolescentes se hayan convertido en un grupo de altísimo riesgo: en el 80 por 100 de los casos, su iniciación tiene lugar en el seno de la familia.
La situación es especialmente grave en algunas regiones en las que por tradición, por el clima, por la crisis económica, o por las tres cosas y alguna otra, el consumo supera la media nacional. La cadena montañosa de los Urales marca la frontera entre la Rusia europea, donde se bebe mucho, y la Rusia asiática, donde se bebe todavía más. Antón Chejov visitó Krasnoyarsk en 1891. No era un extranjero, conocía perfectamente los hábitos de sus compatriotas. Médico, además de escritor, Chejov quedó profundamente marcado por lo que observó. “Las fuerzas vivas y el pueblo beben vodka de la mañana a la noche, beben de manera inconcebible, ordinaria y torpemente, sin medida y sin emborracharse. Después de las dos primeras frases, los notables locales le hacen a usted una pregunta: “¿Y si bebiéramos un vodka?”. En este aspecto, todo sigue igual. Allí, en los pueblos pequeños del Norte, donde la vida es más que en ningún otros sitio la antesala de la muerte, el vodka es el compañero imprescindible que te quita el frío, te ayuda a sobrellevar las muchas penas, te permite olvidar que hace meses que no cobras… Beben porque están cansados de la rutina, porque la vida que llevan no es vida; beben porque están aburridos, porque no tienen a dónde ir, nada que hacer; beben porque querrían salir y empezar de nuevo, pero no pueden.
La borrachera es consecuencia de una insatisfación permanente y ocupa el papel de las ceremonias o cuando menos las complementa. Los soviéticos inventaron multitud de celebraciones, pero estos rituales de nuevo cuña, sin raíces, no despertaban ninguna emoción si no había alcohol. “Intentabamos crear artificialmente la atmósfera de una fiesta continua, que siempre terminaba con rondas de bebidas. Era típico del estilo de vida soviético.”, admite Vladimir Galatski. Un planteamiento que se perpetúa, como pudimos comprobar en uno de los centros de desintoxicación etílica de Moscú. “Hoy tuve una fiesta y he bebido un poco con un amigo mío. Hemos bebido un poco…” El estado en que se hallaba este ciudadano demostraba que había bebido bastante más de lo que él creía y por un motivo de lo más confuso. “La fiesta de la Santísima Trinidad… Una fiesta religiosa soviética”. El estaba obnubilado y nosotras anonadadas. ¿Qué Santísima Trinidad es la soviética? ¿Marx, Engels y Lenin? ¿O confundió sovíetica con ortodoxa por aquello de la rigidez de los dogmas? Nos quedamos con la duda, porque el oficial ya le estaba desvistiendo para meterle a dormir en la celda.
En Rusia, el que no bebe no puede considerarse un digno representante de la nación. “El coronel es un buen tipo también –razonaba uno de los personajes de Grossman-, pero lleva una verdadera vida de monje, no bebe en absoluto vodka. En eso se equivoca” El ruso por el mero hecho de serlo debe ser un gran bebedor. “A mí esta respuesta no me vale –nos dijo el sociólogo Alexei Levinson-. Hay otra versión según la cual la culpa es de los judíos, un pueblo comerciante que envició en la bebida al pueblo ruso. Tampoco puedo aceptarlo. Si consideramos que el alcohol es un tipo de droga, tenemos a un Gobierno, el ruso, que desde hace mucho tiempo, desde Iván el Terrible, reparte droga entre sus ciudadanos. Esto, desde el punto de vista moral, es algo monstruoso. ¿Por qué lo hace? Por muchas razones. La razón fiscal (cobrar impuestos) es sólo una de ellas. El alcohol es un regulador muy grosero con la ayuda del cual muchos procesos sociales podían ser controlados. Por ejemplo, en tiempos de Brezhniev, el sistema educativo era muy bueno y la gente ocupaba puestos de trabajo que estaban muy por debajo de su preparación. Aquí hay una gran necesidad de mano de obra no cualificada: coger pesos y transportarlos, picar hielo… Y este trabajo debía hacerlo gente con estudios. Uno de los métodos para reducir el desfase hubiera sido mecanizar la industria y dar puestos de trabajo dignos, pero era más sencillo convertirles en alcohólicos crónicos, provocar una degradación de la personalidad hasta que aceptaran lo que les dieran.” O hasta que dieran lo que les pidieran, por ejemplo, el voto. En las presidenciales del 91, Zhirinovsky obtuvo una cantidad millonaria de sufragios, gracias, entre otros guiños electorales, a la promesa de reducir a la mitad el precio del vodka. Cinco años más tarde, Boris Yeltsin recurrió al mismo truco cuando se comprometió a mantener bajos los precios del vodka. “La gente alberga sentimientos especiales hacia esa bebida”, dijo ante los obreros de una fábrica de Yekaterimburgo.
Las propiedades democráticas del vodka son bien conocidas, pero no es el único brebaje capaz de captar votos. Algunos osados se decidieron a formar un grupo alrededor de la otra bebida alcohólica nacional, y fundaron el Partido de amantes de la Cerveza, asociación politico-festiva cuyos objetivos programáticos eran incrementar el número de bares donde beber buena cerveza y adecentar los mingitorios publicos. Los bebedores de vodka, merced a una callada labor de zapa que les permitió infiltrarse en los órganos de decisión del partido, trataron de debilitar a los amantes de la cerveza con la amenaza de una escisión.
El vodka, anestésico pero también estimulante, era el empujón que necesitaba el obrero remolón. El hoy alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, recuerda cuando siendo capataz, tuvo que supervisar la construcción de una cafetería en un campamento de pioneros. “Todo el mundo decía que no podríamos hacerlo. (…) Así que me fui directo a los conductores de los bulldozers y regalé a cada uno una botella de vodka. (…) Y puedo asegurarles que lo logramos”. No siempre se trataba de un obsequio amistoso: pagar con vodka era tan frecuente que, debido a la rígida politica salarial, los incentivos se abonaban en botellas, no en rublos. […]
Quiere la leyenda que, cuando el país se vio en la tesitura de elegir entre la fe cristiana o el Islam, optó por el cristianismo simplemente porque permitía tomar bebidas alcohólicas. Se atribuyen al príncipe Vladimir unas palabras muy significativas: “Los rusos disfrutan bebiendo. ¡Sin esto, no podemos existir!” Nikolai Kostomarov, historiador concienzudo, afirma que el pueblo ruso se debilitó por su amor a la bebida e ilustra su tesis con episodios como el ocurrido durante el levantamiento en Moscú. Se produjo un incendio y rápidamente las llamas alcanzaron el principal kayak (taberna). El pueblo acudió en masa, pero no para apagar el fuego, sino para salvar el vino en los gorros, en las botas… todos querían pimplar gratis. Vagaban borrachos, se olvidaron del motín, se olvidaron del incendio… La rebelión se acabó y la mayor parte de la capital quedó convertida en cenizas.
Los hombres cerraban los tratos con una cogorza colosal y sólo se sentían realmente a gusto con otros hombres si se habían emborrachado juntos. Era costumbre mojar todos los acontecimientos: los militares, por ejemplo, metían las medallas en un vaso de vodka o champán que apuraban antes de sacar la condecoración para ponérsela. Tambían bebían las mujeres, incluso en las fiestas de sociedad, donde se consideraba de buen tono que las damas libaran hasta perder el sentido. La anfitriona se las apañaba entonces para que su invitada fuera trasladada discretamente hasta su hogar y, al día siguiente, mandaba a alguien de confianza para interesarse por su estado. Respuesta invariable: “¡Ayer lo pasé tan bien que no sé como llegué a casa!” Kostomarov subraya, no obstante, que era vergonzoso emborracharse muy deprisa.
Rusia es como es gracias al vodka. “Si la historia de los Estados Unidos es la historia de la emigración, la historia de Rusia es la historia del beber vodka. (…) Marineros borrachos tomaron el Palacio de Invierno en 1917. Drogados “cien gramos” ganaron la Gran Guerra Patria (II Guerra Mundial). Defensores borrachos de la Casa Blanca defendieron la democracia frente a golpistas borrachos.” (…)
Vladimir Yamnikov, director de la fábrica Cristall (la mejor del país), en la que el estado tiene el 51 por 100 de las acciones, culpaba al Gobierno porque “ha dado licencia para producir y vender vodka a muchas empresas que no tienen ni la cualificación suficiente ni la maquinaria necesaria. Por supuesto, la calidad del producto que elaboran, junto a la proliferación de fábricas ilegales, han hecho que la gente desconfíe; pero, gracias a Dios, todavía quedan fábricas que hacen buen vodka”. (…)
Los excesos etílicos no afectan sólo a la salud individual de millones de rusos (cirrosis hepáticas, intoxicaciones, psicosis), sino también a la estabilidad social (divorcios, delincuencia) y laboral (absentismo, bajo rendimiento, accidentes). El alcohol es un problema de Estado.

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