12 octubre 2005

Profesores desesperados de Javier Marias

EL PAIS SEMANAL - 09-10-2005

Un desesperado profesor de Enseñanza Secundaria me hace llegar la carta que dos mil compañeros suyos enviaron el pasado mes de julio a la Ministra de Educación, San Segundo. En ella le hablan del constante y creciente deterioro que viene sufriendo la enseñanza en nuestro país desde la implantación de la nefasta LOGSE, en tiempos de los anteriores Gobiernos socialistas de Felipe González, hasta la actual LOE (con la que están seguros de que el desastre irá a más), pasando por las correspondientes reformas del periodo de Aznar. Los motivos de preocupación, descontento, desánimo, estupor y hasta depresión del colectivo docente son tan numerosos que el principal de ellos lo dejaré para el domingo próximo. En realidad, las sandeces y disparates contenidos en las diversas leyes de Educación, y en particular en las de los socialistas, son tan abarcadores y de tal calibre que cada uno de ellos exigiría una pieza entera, a ser posible escrita por alguien con más conocimiento directo del asunto que yo y que sufra el problema en carne propia.

Con todo, no hace falta ser un especialista para darse cuenta de lo descabellado y necio de algunos de los postulados hoy reinantes en este ámbito. Uno de los más insensatos es que no se debe elevar el nivel de exigencia de los estudios, porque eso “atentaría contra la igualdad de oportunidades”. Se trata de una falacia doble o triple, porque el hijo de un estibador no tiene por qué ser peor estudiante que el de un catedrático, y ejemplos a millares presenta la historia de verdaderos melones nacidos de reconocidas lumbreras, y de asombrosos talentos cuyos progenitores no habían leído un libro en su vida (entre estos últimos vástagos, Kant, Kepler, Newton, Copérnico, Dickens, Chéjov y Edison, por citar muy pocos: por fortuna la capacidad e incapacidad intelectuales no son forzosamente hereditarias). Asimismo es de bolonios bajar el nivel de exigencia para que no “se aprovechen” los más listos, porque eso equivale a fomentar la tontería de todos, en vez de procurar que los menos listos se esfuercen por serlo un poco más (en mi experiencia de profesor universitario en tres países siempre comprobé cómo los alumnos al principio menos capaces lo eran al final tanto como los que más: un docente ha de partir de la base de que nada de lo que enseñe se hará tan difícil para que no puedan aprenderlo todos sus alumnos suficientemente … si están dispuestos a ello, claro está). Por último, parece mentira que supuestos “expertos” y legisladores padezcan tal confusión mental respecto a la igualdad de oportunidades. Por utilizar un símil popular y de fácil comprensión, aquélla viene a ser como la exigencia de que cualquier partido de fútbol empiece con 0-0 en el marcador, y no, como reclamarían esos “expertos”, de que al iniciarse el segundo tiempo, y tras haber conseguido un equipo tres goles y el otro ninguno, el resultado se volviera a poner a cero; ni tampoco, desde luego, de que el club que posee jugadores en teoría mejores renuncie a alinearlos o saque al campo tan sólo a siete para enfrentarse a once contrarios; o de que no exista Primera División (ni la posibilidad de alcanzarla), sino solamente Tercera. Nada hay tan perjudicial para una sociedad como, en lugar de intentar que todos sean buenos o lo mejor posibles, empeñarse en que nadie lo sea para “acabar con las diferencias”. Tales diferencias deben ser inexistentes o mínimas al comienzo de los estudios, pero es normal y aun obligado que las haya a su término. No se puede volver eternamente a un artificial 0-0 “igualitario”.
Otra de las majaderías que propugnan las leyes socialistas de Educación es el destierro del uso de la memoria, sobre el que debe prevalecer el de la “inteligencia”. Quienes contraponen ambas facultades es obvio que carecen de la segunda, que sin la primera no se da, sencillamente. No se trataría de volver a las viejas prácticas cotorriles, cuando los estudiantes eran obligados a memorizar meras listas de la misma manera que aprendíamos de corrido el Padre Nuestro o el Credo sin fijarnos en lo que significaban esas oraciones. Hay una memorización mecánica y hueca, al alcance de casi cualquiera, y hay una memoria de aprehensión, asimilación, asunción, de apropiación de los hechos y los datos. Sin ella –y sin la capacidad asociativa que proporciona– no hay conocimiento posible, ni siquiera de la propia biografía. Hasta la noción de identidad depende de la memoria, porque si yo no me recordara a los quince, a los diez o a los cuatro años, malamente podría asegurar que el que hoy soy sea el mismo que aquel muchacho o aquel niño. De parecida forma, si uno carece de una elemental visión cronológica de la historia del mundo, por ejemplo, difícilmente podrá aplicar ninguna supuesta inteligencia al mundo en el que vive, que creerá, con radical estupidez, nacido a la vez que él.

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